Un personaje de orígenes humildes llamado Ahmad ibn Būya toma Bagdad en el año 946, teniendo como rehén, a hechos prácticos, al mismísimo califa al-Mustaqfi. Ahmad ibn Būya proviene de la región del Daylam, al norte del actual Irán y a las orillas del Caspio. Él, junto a sus dos hermanos, reúnen un ejército privado de guerreros daylamitas para hacerse con el control de ciudades importantes de la zona de Persia y posteriormente, con todo el califato. Conquistando región por región y ciudad por ciudad hasta poner en jaque al propio califa que no tuvo otro remedio que rendir la ciudad y nombrar a Ahmad ibn Būya Amīr al-Umara, o lo que es lo mismo, «Emir de Emires», quedando así nuestro personaje como gobernante de facto del califato y quedando la figura califal como simple elemento legitimador y de comparsa. Cabe preguntarnos ahora, ¿cómo se llegó al punto de que el representante de la divinidad en la tierra fuera manejado como un títere por los señores de la guerra del mundo islámico?
Cuando hablamos de la dignidad califal, es recomendable poner nuestro foco en el significado del título califal. En los primeros califas, este título era el de Jalīfat Rasūl Allāh o lo que es lo mismo, «Representante del Enviado de Dios». Con este título, eran reconocidos los primeros califas llamados «perfectos» aunque, y tras los intentos de los últimos califas Rāšidūn y los primeros califas omeyas de diferenciarse del resto de la aristocracia gobernante, el título pasó a ser simplemente Jalīfat Allāh o «Representante de Dios». Como podemos observar, no es lo mismo ser un «Representante del Enviado de Dios» que un «Representante de Dios», sin intermediarios, y siendo el titular de esta dignidad, el brazo de los designios de la divinidad en la tierra. Por supuesto, y como hemos avanzado antes, este sutil cambio en el título califal perseguía posicionar al califa como figura máxima de autoridad tanto en lo político como en lo religioso, así como en lo jurídico.
La autoridad califal del primer islam al califato abasí
La modificación de la nomenclatura debemos entenderla en el contexto tribal que rodeaba al naciente Estado musulmán. Podemos observar fácilmente este componente tribal en la composición de los ejércitos del califato Rāšidūn, así como en los de los omeyas. Vemos un ejemplo claro de lo expuesto anteriormente en el califato de Mu‘āwīyah ibn Abū Sufyān (661-680), en el que el califa dependía de la aristocracia árabe y sus ejércitos para las campañas militares, contando sólo con el yund sirio bajo su obediencia directa. Estos jefes tribales o ašrāf fueron los que ayudaron a Mu‘āwīyah a obtener el califato, siendo recompensados con una gran autonomía con respecto al poder central ya que, los ašrāf gozaban de la autoridad política y militar directa sobre los miembros de su tribu, dejando a la figura del califa como primus inter pares dentro del Estado musulmán. Este hecho provocaría que estos primeros califas, desearan diferenciarse de esta aristocracia tribal para dejar clara su posición predominante sobre los demás árabes y musulmanes, recurriendo a recursos de nomenclatura califal, como ya hemos señalado antes.
En este mundo tribal, la legitimidad del califa descansaba principalmente en el hecho de que el depositario de la dignidad califal fuera descendiente del profeta Muḥammad, de la tribu de los Banū Qurays, incrementando esta legitimidad aún más si el califa también pertenecía al clan del Profeta dentro de la tribu quraysí, los hashimíes. En este aspecto, los omeyas tenían serios problemas de legitimidad dinástica ya que ellos no pertenecían al clan de los hashimíes, sino al clan de los omeyas, dada la redundancia, perteneciendo pues la dinastía de los califas de Damasco, a un clan distinto al de Muḥammad. Pese a todo esto, Mu‘āwīyah quiso que tras su muerte, no sólo no se consultara a la Šūra o consejo de la comunidad musulmana, quién debía ser el próximo califa, sino que directamente emprendió una campaña de captación de apoyos entre los ašrāf para que apoyaran a su propio hijo, Yazīd, como heredero de la dignidad califal. Estos hechos, junto a otros como el haber dado muerte a un nieto de Muḥammad, Huseyn, en la batalla de Kerbala (680), provocaron que esta dinastía fuera vista por ciertos sectores de la Umma o comunidad musulmana, como una dinastía maldita de califas impíos.
Nos situamos ahora en el año 743, año de la muerte del califa omeya Hišām I y proclamación, por parte de uno de los grupos tribales, del califa al-Walid II. Debemos tener en cuenta que, y sobre todo, a partir del califato de Hišām I, el faccionalismo y las disputas por controlar al califa y su favor se incrementan de manera vertiginosa. Los qaysíes (árabes de Siria) y los qalbíes (yemeníes), habían creado grupos de presión que luchaban por el control de la figura del califa, llegando a ejecutar al califa al-Walid II en el 744 y el mismo año proclamar a Yazīd III y ejecutarlo al poco tiempo. Este hecho expone cómo los califas simplemente habían pasado a ser parte de facciones que luchaban por el poder, no teniendo reparos en asesinarlos para llegar al control total de la figura del califa.
Antes de hablar de la revuelta abbāsí, sería pertinente comentar y explicar la institución de la walà. No consistía en otra cosa que en el pacto o patrocinio de un árabe musulmán sobre un converso al islam, no árabe, el cual pasaría a ser un mawla (pl. mawali). El converso adoptaba la nišba o apodo de la tribu a la que pertenecía el musulmán árabe que lo patrocinaba en su conversión. De esta manera, el mawla (cliente o vasallo), estaría en adelante adscrito y debiendo obediencia, a la tribu de su patrocinador en su conversión al islam.
En este panorama de descontento entre las facciones árabes, podemos nombrar a los abbāsíes, familia mucho más cercana a Muḥammad que los omeyas, aunque, con dudas con respecto a las convicciones religiosas de uno de sus miembros y fundador, Abbās ibn Abd al-Muttālid. Abbās era tío de Muḥammad y de Alīy pero, pese a su posición genealógica, no había destacado especialmente en los primeros tiempos del islam. Los abbāsíes eligieron el Jorasán, en el actual Irán, para enviar a sus agentes, entre ellos, Abū Muslim, un misterioso mawla iranio, que reclutó un ejército de mawali iranios, junto a árabes descontentos, para poner en el califato a un miembro de la familia del Profeta. La revuelta estalló en el 748, con la toma del Jorasán y posteriormente, con la conquista de Kūfa en el 749 y la proclamación del cabeza de familia Abbāsí, Abū al-Abbās al Saffāḥ como califa ese mismo año. Marwan II (744-750), último califa omeya de Damasco, fue derrotado en la batalla del Gran Zab del 750, teniendo que huir a Egipto, donde fue encontrado y ejecutado, corriendo el mismo destino casi la totalidad del clan de los omeyas. De esta manera, los abbāsíes esgrimieron haber sido los que habían devuelto el orden y la rectitud al califato, trayendo a un familiar del Profeta al trono y proclamándose herederos de Muḥammad, ya que, eran hashimíes, al igual que el Profeta y al contrario que los omeyas. La pertenencia a la familia del Profeta les valió a los abbāsíes una legitimidad absoluta, no teniendo la Umma, en su mayoría, inconvenientes en el mantenimiento del carácter hereditario de la dignidad califal dentro del linaje abbāsí.
Los abbāsíes llegaron teniendo muy bien aprendidas las lecciones que debieron de contemplar las anteriores dinastías. Tras llegar al-Saffāḥ al califato, reorganizó la estructura militar de este, cambiando la adscripción tribal, por la que se articulaban los contingentes omeyas, por una geográfica, sin importar la tribu a la que cada individuo perteneciera y primando el origen geográfico de este. Hay que ver este movimiento dentro del contexto en el que nos hallamos. El principal apoyo de los abbāsíes no era la aristocracia árabe, sino los dahaqin (la aristocracia de los mawali iranios). Este hecho, junto a la lección que pudieron aprender de los problemas fácticos de las tribus del califato omeya, hizo que primara la adscripción geográfica para así poder articular mejor la nueva organización militar abbāsí con un marcado carácter iranio. También debemos comentar la asabiyya (solidaridad tribal), la cual podía provocar que, en muchos casos, los miembros de las tribus procesaran más obediencia al poder local tribal antes que al central, siendo esta solidaridad tribal, objetivo a eliminar por parte de los califas abbāsíes. El ejército de obediencia directa al califa fue el del Jorasán, siendo los gobernadores militares los encargados en las demás provincias del Imperio de organizar sus propios ejércitos privados, que debían estar disponibles en el caso de que el califa los hiciera llamar para las campañas. Este hecho, daría lugar a la formación de una aristocracia militar que cada vez obtendría un mayor rango de independencia con respecto al poder central, aspecto que supondría un problema a la larga.
Tradición irania en la autoridad califal
Debemos hablar ahora, de los mecanismos de legitimación de los abbāsíes, exceptuando los de legitimidad dinástica ya comentados más arriba. Nos hallamos ante un intento de sacralización del poder califal al observar algunos laqab o apodos piadosos que se arrogaron califas apodados como al-Mansūr o «el Victorioso» o al-Mahdi o «el Bien guiado», siendo este último un laqab de importancia fundamental dentro de la escatología islámica. Asistiremos también a la influencia irania absoluta en el ceremonial de la corte de los abbāsíes y destacando el fenómeno de la «ocultación del califa», viéndose este fenómeno manifestado en el califa al-Saffāḥ, quien se ocultaba de sus cortesanos detrás de una cortina, al igual que el Šâhanšâh (Rey de Reyes) de Persia, o incluso algunos omeyas como Mu‘āwīyah. Otras costumbres iranias fueron implantadas en la corte abbāsí, como la costumbre de recompensar a los músicos justo después de sus actuaciones, como hacía el Šâhanšâh Bahram V.
Tras la muerte de Abū al-Abbās al-Saffāḥ en el año 754, su hermano y verdadero artífice de la consolidación abbāsí, al-Mansūr (754-775), llegaba al trono califal, que tenía su sede por aquel entonces en Kūfa. Esta sería trasladada en el 762 por orden de este califa a una pequeña ciudad que se encontraba a medio construir y que fue empezada por el Šâhanšâh Cosroes II y ultimada por al-Mansūr para albergar su nueva capital, hablando pues de la ciudad irania de Bagdad. Sería conveniente pararnos en analizar la etimología de «Bagdad», que significa «Dado por Dios» o «Dado por el Dios-rey». El Šâhanšâh, como Cosroes II, se creía hijo de Ahura Mazda, dios supremo del zoroastrismo. Estos hijos de Ahura Mazda eran llamados Bag o «rey-dios», dando así un carácter divino a la monarquía persa, diferenciando así al Šâhanšâh claramente de los šâh o reyes del Imperio persa. Podemos ver, por tanto, aquí la intención de al-Mansūr de asegurarse que los califas no fueran nunca más «uno más» entre la aristocracia del califato. También, observamos la elaboración de un relato continuador entre el Šâhanšâh de Persia y los califas abbāsíes de Bagdad, ya que en los mawali iranios, tenían los Banū Abbās su principal punto de apoyo y de legitimación, intentando no ser vistos por estos, como una dinastía extranjera e intrusa.
En línea de este afán de integración del mundo iranio dentro del califato, nos encontramos con uno de los cismas religiosos más importantes de la historia islámica. Hablamos de la Mu’tazila, doctrina religiosa que mezcla elementos de la filosofía clásica griega con los elementos propios del islam, añadiéndole a este un carácter racionalista. Tenemos que situar este fenómeno doctrinal en un contexto en el que los califas se interesaron por el mundo clásico, rescatando y traduciendo infinidad de obras clásicas griegas que, de otra forma, nunca habrían llegado posteriormente a Europa. Es en el año 819 cuando el califa al-Ma’mūn (813-833), proclama como nueva doctrina del califato la Mu’tazila en un intento de asegurar que el califa sería siempre quien fijara el dogma de fe. Debemos comentar que esto fue una reacción ante el poder creciente de los ulemas, doctores del islam que empezaron desde el siglo VIII d.C. a elaborar la jurisprudencia islámica a partir de la interpretación del Corán y los hadices o dichos y hechos del Profeta, tomando a Muḥammad y su sunna, o costumbre, como ejemplos normativos únicos, evitando incorporar elementos foráneos al fiqh o jurisprudencia islámica, instituyéndose como garantes del mantenimiento de la saría o ley islámica. Debemos buscar, además, una razón práctica de identificar más aún el islam con el mundo iranio a la hora de instaurar la Mu’tazila, ya que esta doctrina tenía muchísimos parecidos también con muchos fundamentos del zoroastrismo.
Tras años de doctrina mu’tazilí en el califato y funcionamiento de la Mihna, siendo esta institución un tribunal religioso garante del seguimiento de la Mu’tazila por parte del pueblo y las autoridades religiosas y civiles, el califa al-Mutawwakil (847-861), deja de renovar la Mihna tras su ascensión al poder, volviendo a la ortodoxia sunní y borrando del mapa la doctrina mu’tazilí del Corán y su enfoque racionalista del islam. A partir de este momento quedó claro que el califa había perdido la facultad de fijar el dogma de fe. Todos los demás califas procuraron mantener buenas relaciones con los ulemas, ya que estos eran los que ponían los límites de la saría y su apoyo era indispensable a la hora de obtener, por parte del pueblo, la bay’a o juramento de lealtad al califa. Debemos tener en cuenta, que uno de lo fundamentos de la legitimidad califal era el mantenimiento y la salvaguarda de la ortodoxia islámica. Si los califas no conseguían salvaguardar esta o entraban en conflicto con los ulemas, estos tenían el poder de deslegitimar al gobernante a través de las fetuas o dictámenes jurídicos. Podemos ver el poder creciente de los ulemas y su gran popularidad y prestigio social entre el pueblo como una consecuencia de la creciente ocultación del califa. En su afán de diferenciación con respecto a la élite, el califa fue haciéndose cada vez menos accesible, cuando en los principios del islam cualquier miembro de la Umma podía acceder a él. El califa pasó a comunicarse con el pueblo y a expresar su poder a través de una elaborada burocracia, y con la élite gobernante a través del protocolo cortesano, presentándose pues la figura del ulema, más cercana al pueblo.
Como vemos, el califa ya había perdido la preponderancia religiosa pero también acabaría perdiendo la administrativa debido a que los estipendios territoriales que pedía la aristocracia militar por sus servicios eran cada vez más altos, acumulando esta élite (en muchas ocasiones, señores de la guerra de origen turco) tanto poder territorial y administrativo, que acababan independizándose del poder del califa, quedando solamente una obediencia religiosa teórica hacia éste como manera de legitimar su poder local en forma de emiratos políticamente independientes. Como consecuencia de todo esto, llegamos al punto donde empezamos este ensayo, siendo el califa una simple figura legitimadora sin ningún otro papel.
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